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Rebeca masculla azoradísima unas palabras inútiles. Alfredo sonríe ceremoniosamente. Del conflicto dramático porque estamos en presencia de un profundo conflicto dramático-a Arturo sólo le

preocu

pa, en primer término, para no precipitar el desenlace, recordar bien el verdadero nombre de Rebeca. Pregunta, medroso, a Juan Sánchez:

-Dijo usted...
-Matilde.

¡Ah, sí! Matilde.

mez

Respira como si hubiese realizado con éxito una brillante investigación filológica. Sería peligroso clar aturdidamente en el diálogo el falso nombre de Rebeca, que es, sin duda, un bello nombre de batalla. Acaso Matilde reparte su belleza bajo el manto pudoroso de un grupo de nombres bíblicos, con una generosidad que disculpa todo desordenado amor al incógnito. De la misma manera que las caritativas damas esconden la hermosura de su gesto bajo el doble negro manto de la noche del anónimo, para repartir entre los menesterosos vergonzantes dinero fe: al fin, aunque de calidad bien diferente. Portodas amor-como

amor,

que

el verdadero

sus

con

Y

Y

sus numerosas

falsificaciones-gustó siempre de esconderse para repartir dones, el fin de que como acontece en el lamentable retrato de Matilde-una luz desaforada no descubra torcidos perfiles, deformes exuberancias. Y esta anónima pluralidad de Matilde, este afán de difundir su personalidad, de repartirla generosamente, pudo sorprenderla Arturo en esos momentos de léxico borroso en que las palabras más pulidas

ce

den su puesto a

cualquier turbia interjección. Tampoco Matilde, en el período cósmico de su ternura,

recuerda bien el nombre de sus colaboradores.

a

Y

Se sitúan los cuatro a los extremos de una cruz. Arturo queda frente Matilde Alfredo frente a Juan Sánchez. Las cuatro miradas los cuatro silenperpendicularmente en un punto: un

cios se cruzan

punto gris, como el formado

var con

gar a

capaz

que,

componen

Υ

por cuatro rayos de color diferente. Punto muerto que en vano se intenta reavialgunas palabras insustanciales, ajenas al nudo dramático. El punto crece, se ensancha, amenaza anelos cuatro. Lo los residuos espirituales más vergonzosos de cada comensal: el cinismo de Matilde, al mismo borde del despeñadero, ha recobrado su desenvoltura; la timidez de Arturo, inde abandonar aquel cepo doméstico; la socarronería de Alfredo, que calcula íntimamente las fuerzas irrisorias del evidente enemigo nuevo, y la flaqueza mental de Sánchez. Cada uno se instala dentro de su cabaña tejida de tupidas hojarascas; apaga todas las luces de su espíritu, se hunde en una bruma común, desliza frases opacas, mates. Un halo plomizo enturbia las frentes. De sus pensamientos escogen el más vulgar, el de tipo más conocido, el más lejano de su inquietud; de sus ademanes, el más blando, el menos auténtico, el más fácil de olvidar. Va inundando el comedor una nube cenicienta, nutrida olea

por espesas

das, alimentada los cuadros, las palmeras, por

el filtro, por

por
el trinchante.

por

los comensales, todo

por los

lo allí agrupado, inerte o vivo.

por

Ensaya Arturo esfuerzos sobrehumanos para avi

y

zorar en la niebla. Le empuja una invencible curiosidad de conocer en cada espíritu sus relieves fronteras. De aquellos tres paisajes interiores sólo conoce un vaho soñoliento, y él sabe que entre la nube algodonosa Y la medula del terruño hay siempre declives imprevistos. Le desespera no hallar en los ojos de

unas sonrisas

Matilde ningún hito de avance. Matilde cerró herméticamente el cofrecito de sus verdaderas miradas y distribuye, en lotes iguales, entre los tres, y unos mohines apócrifos. Y esta misma ausencia de elementos concretos le empuja a mirar a sus compañeros de mesa como elementos abstractos de un drama latente, de un juego cuyas cartas nadie se atreve a arrojar sobre la mesa. Arturo que por complacer la fracasada Rebeca, está leyendo estos días todas las novelas del siglo XIX-define en esta vaga fórmula la extraña situación íntima del grupo:

-Sobre nosotros se cierne la tragedia.

a

Arturo siente volar sobre las cuatro cabezas, el gran pajarraco negro. Calcula el ímpetu de los cruentos picotazos... A juzgar por el número de los personajes, la tragedia se ofrece algo disminuída; una ligera meditación acerca del número cuatro comienza a tranquilizarle sobre el posible final, como el examen de las sustancias combinadas en la probeta hace posible precisar las consecuencias del cuerpo explosivo resultante. Del número uno al tres, las posibilidades de tragedia crecen rápidamente. Un solo personaje apenas puede plantearse sino problemas metafísicos: ser, conocer, existir. Es el monólogo, còn toda su total ausencia de choques vitales, Hamlet dando paseos

por dentro de sí mismo, persiguiendo fantasmas. Para que surja el conflicto dramático real es preciso contar al menos con dos seres que se atraigan o repelan, que se entable el diálogo, y surjan conflictos que serán fáciles de resolver limitarán desacuerdos temperamentales, a transitorias ansias de libertad, si se trata de disturbios domésticos. La tragedia reviste su verdadero carácter al llegar al número tres, en que

un

porque se

a

tercero rompe el equilibrio definitivamente. El grupo social puede admitir al tercero como elemento de armonía, como «el mediador»; pero en el grupo dramático, el tercero es siempre un disociador, la dinamita que hace estallar los bloques más recios. El número tres es fatal en la tragedia bien planteada, que ya sólo podrá disminuír, desvanecerse, con la expulsión de un término. Pero la tragedia comienza asimismo a reducirse de tamaño, al crecer el número de actores esenciales. Cuatro principian a ser excesivos. Comienza a intervenir el elemento irónico. Tres mantienen la escena, y uno contempla: todo el Υ daderamente contempla, termina por desgajarse de lo contemplado. En cinco, se relajan ya tanto las cuerdas patéticas, que sólo falta un leve empuje para penetrar de rondón en los dominios de la comedia de enredo. Seis o siete personajes ya sólo pueden producir un coro; pocas veces consiguen encontrar su autor. Ahora, en esta mesa, Arturo señala mentalmente los papeles:

El marido.

La mujer.
Amante primero.

que ver

Amante segundo. El amante primero es es Alfredo. Lo delatan sus recios músculos de atleta, capaces de adjudicarle el campeonato en todos los concursos de fisiología galante. Arturo no vacila en asignarse el cuarto papel, se reduce a la baja condición de amante subalterno. En esta partida doméstica, como las de tantos juegos de azar, se llamó a cuarto jugador para que así pudiera continuar el juego: frecuentemente pierde, porque, reclutado

un

en

a ese cuarto que

la a

ven

tura, no conoce las tretas del resto del grupo. Arturo se siente allí como el verso-ripio

pasional.

Y en

verso-ripio en una

cuarteta

seguida piensa eliminarse, cautamente,

en

aun a trueque de agudizar el drama. Tres meses de

ternura amorosa

han agotado

sus

posibilidades de tragedia. Como otras veces, renuncia al goce que acaba de disfrutar. Todos sus propósitos podrían medirse por su distancia al deleite. Fatigada, en declive, carne obedece sumisa al imperativo del espíritu.

ya

cernerse

su

sobre las

La tragedia, cansada de cuatro cabezas, se aburre y se va, dejando abiertas las ventanas al tedio. Matilde al tedio. Matilde se lleva las manos a los ojos: es su gesto favorito, ahora lo utiliza que simular una jaqueca. Sale, y se enrollan todos los bastidores de la escena. Ni un gesto, ni una sonrisa. Al estrechar las manos deja en cada oído una fecha.

para

Lejos de Matilde se sienten los tres más cercanos. El recuerdo de Matilde es mejor aglutinante que su real presencia. Alguien propone una excursión. Se sentirán más apiñados de café. Silencio

en una mesa

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