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pulso que el puramente estético de encontrar la más hermosa de todo el reino. Cuando la emperatriz Irene quiere casar a hijo, organiza una curiosa expedición para que le descubran y traigan a Constantinopla las doncellas más hermosas. Para limitar el número de escogidas, fija una edad, una estatura, una medida de zapato. No fué esta requisa de princesas algo extraordinario en la historia bizantina. En el año 829, Eufrosia convoca también en la capital a las más bellas muchachas del imperio, para que Teófilo elija una esposa. Así afluyen Bizancio todos los espíritus femeninos de calidad más sobresaliente, aunque hartas veces de procedencia inconfesable, hijas de taberneros, actrices, rameras-como Teófano, como Teodora, como Antonina-, capaces de suscitar una pintoresca literatura de libelo-Procopio nos ofrece muchas páginas de gracioso cinismo, ricas en anécdotas, donde el rígido palacio imperial se convierte en alegre prostíbulo; pero capaces también de inspirar una copiosa legislación, un concepto nuevo del arte, una singular delicadeza de modos de vivir. La historia de Bizancio está tejida por una falange encantadora de Circes y Penélopes.

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Por todo conocedor de figuras bizantinas-recuérdense los libros de Adam de Diehl se siente atraído Y esas «terribles hechiceras», como las llamaría un cruzado. El bello libro de Karl Dieterich acoge a tres de ellas: Teodora, la monja Casia y Ana Comnena. Tres biografías que pudieran parecer novelescas si en todo el libro no imperase un brio ademán de escrupuloso historiador. A estas preceden las de cuatro emperadores: Justiniano; León III, el Sirio; Basilio II, el Macedonio, Manuel Comneno. Y, por fin, las de Teodoro de Studión y Miguel Psellos. Fijemos mento la atención en este último, cuya fisonomía - afirma Dieterich-«en su esfera cultural, significa aproximadamente la alemana, Bacón en la esfera inglesa, o Leibnitz que Voltaire en la francesa; es decir, solamente representó

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punto espiritual culminante de dicha cultura, sino también

la medula de su carácter».

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También la biografía de Psellos es la medula en el libro de Karl Dieterich. Frente a la figura más representativa del imperio, el autor realiza en este libro una clara y primorosa labor de historiador y de psicólogo. Miguel Psellos, hombre contradictorio, llora que a sus muertos como un poeta del siglo de Pericles y se acoge a la soledad como un Buda. Que un tiempo heleno bizantino, cristiano Y y gentil, escéptico y apasionado. Miguel Psellos, elástico, dúctil, sinuoso: alma de mujer, que junta en un haz tornasolado las tres calidades femeninas del alma de Bizancio. Su vida externa es también una línea sinuosa: humilde escribiente, ayudante de un alcabalero, estudiante, jurista, secretario de Cancillería, mayordomo palatino, ministro, catedrático de Filosofia, monje, fugitivo de la vida ascética-«por no encontrar ninguna Venus en tal Olimpo», según cierto libelo frailuno, primer consejero, estadista, educador de príncipes, oráculo del imperio, poeta... Y siempre un virtuoso frívolo y un descarado diletante», según la expresión de Neumann. Sugiere la idea de un espléndido acróbata espiritual-anota Dieterich-. No hay esfera del conocimiento no ensaye: que « Filosofia y matemáticas, teología y derecho, física y música, medicina y astronomía, estrategia y arqueología... De todo supo escribir y hablar.»

Miguel Psellos es un resumen ondulante de todos aquellos compiladores, filólogos, tratadistas, palaciegos e intrigantes bizantinos. Con su misma retórica fascinadora, hartas veces desmesurada, rebosante de metáforas, plena de incrustaciones de elementos helenos puros. No crearon. La poesía en ellos se elevó a escasa altura. El arte prefirió buscar «efectos»> nuevos producir «formas nuevas. Arte inmóvil, arisco, petulante, caprichoso, deformador. Arte periférico, decorativo, como inventado templo el nadie creía y para un palacio donde no se respetaban linajes, donde las mozas del arroyo podian devenir emperatrices.

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Si Bizancio no supo crear formas originales de arte, supo, en cambio, suscitar figuras humanas de extraordinaria sugerencia. Dieterich, en su meditado claro libro, nos presenta ejemplares magníficos. Bizancio ha sido, frente a la tosquedad de aquella época, el centro de una civilización admirable, la más refinada, la más elegante que pudo conocer en mucho tiempo la Edad Media. «Por lejana que parezca su historia— dice Charles Diehl-, por mal conocida ella de chas se gentes, no trata en ningún modo de alguna historia muerta y digna de olvido.»

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Karl Dieterich la hace revivir con toda su trémula, con toda su ondulante inquietud. La erudición es para Dieterich un oportuno báculo, siempre escondido entre los pliegues niosos de su estilo, pulcramente reproducidos en nuestro idioma por Emilio Rodríguez Sadia. - BENJAMÍN JARNÉS.

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La Evolución del Universo. Problemas

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hipótesis cosmogónicos, por F. R. NÖLKE. Ediciones de la Revista de Occidente.

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A preocupación por el problema cosmogónico las inquietudes mentales traídas la cultura actual. Lo ha sido de todas las épocas y de todas las civilizaciones. Lo será aún por mucho tiempo. Quizá por todo el que pueda quedar de vida consciente a la humanidad. Sería inexplicable en un ser capaz de el pensar que no sintiese la más leve curiosidad acerca del por qué del universo actual, en cuanto pueda interpretarse por su pasado y permita vislumbrar su

porvenir.

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Pero el interrogante sea que significa la posibiliuna respuesta justa y clara. No olvidemos que toda la civilización que nos enorgullece sólo ha cubierto un intervalo

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infinitesimal en la vida entera del universo, y que nuestros dominios en el espacio no tienen un valor relativo mucho mayor. De este pequeño rincón hemos de partir, armados de todas las de la naturaleza nos ha dotado, ducir la trayectoria del universo, o, al menos, de la parte del mismo que podemos conocer de un modo más o menos perfecto. Dicho se está sólo método inductivo es posible acercarse a la resolución de semejante problema, y apenas queda la esperanza de justificar ciertos detalles a posteriori, por la observación astronómica.

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Así es que no cabe extrañarse de la multiplicidad de hipótesis expuestas hasta hoy; diversas hasta en los más fundamentales principios. Limitándonos a nuestro entorno más próximo, el sistema planetario, de que es parte de importancia media la tierra, y dejando a un lado todas las concepciones más filosóficas que cientificas de épocas anteriores, F. R. Nölke analiza las explicaciones formuladas desde Kant, clasificándolas en tres grupos: el de las llamadas hipótesis nebulares, iniciadas por Laplace en 1796, a la cual agrega las de Birkeland y Belot; las hipótesis meteóricas, en cuyo grupo incluye primeramente la de Kant (1755), y, además, las de Faye, Ligondès y See, Υ grupo de hipótesis estelares, en el cual comprende las de Chamberlin-Moulton, Arrhenius, Jeans y Hörbiger-Fauth. En las primeras se supone la existencia de una masa gaseosa que, por una u otra causa, según cada autor, se ha diferenciado en los planetas y satélites que integran nuestro sistema. Las hipótesis meteóricas reemplazan la masa gaseosa por un conjunto de particulas sólidas de tamaños variados, pero siempre macroscópicas, que se mueven independientemente bajo la influencia de sus choques y de la atracción de la masa. Las dos tienen de común considerar que el origen de la evolución es inferior al sistema, en oposición con con el las hipótesis estelares, que buscan el impulso inicial ha dado lugar a la organización que hoy externa, sea una marea provocada el acercamiento de un

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a ser los padres de nuestro sistema planetario.

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Es interesante revisar estos puntos de vista, confrontándolos con los hechos de observación bien establecidos. Lo hace el autor en forma accesible a un público de cultura no especializada, y concluye pensando que ninguna de ellas merece le otorgada la confianza general. Realmente, después de conocidas todas las hipótesis formuladas hasta hoy, queda cada autor la impresión de ha aplicado blema los resultados obtenidos en el estudio de una cuestión que le ha sido particularmente grata. Y así Laplace se refiere al movimiento de masas gaseosas homogéneas, y Birkeland habla de campos electromagnéticos muy grandes y de cargas que en ellos se mueven; y Belot y Fajes de torbellinos.

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Cada una de las hipótesis formuladas para explicar la evolución de nuestro sistema, alcanza sólo un resultado satisfactorio con respecto a algunos pocos hechos de los muchos que conocemos hoy relativos a su constitución. Desde luego, ninde estas teorías abarca la totalidad o una parte importante de ellos. Pero insistimos en que no es extraño que asi ocurra, porque carecemos de datos concretos de la historia del sistema solar; y tampoco es posible instituír este conocimiento correlacionando las observaciones de otros de análoga estructura, pero en momentos diversos de su evolución. Generalmente, se piensa que las estrellas son réplicas de nuestro Sol, con sus respectivos séquitos planetarios; pero aun admitido el supuesto, que va perdiendo adeptos, la observación de estos sistemas escapa a la capacidad de la astronomía actual. No hay otro camino para descifrar el enigma cosmogónico que más directamente nos interesa, que construír un proceso sujeto a las leyes del mundo físico hoy conocidas, eligiendo el más adecuado para la interpretación del momento presente. Así han procedido todos los autores de las hipótesis analizadas Nolke, él mismo en el intento en este mismo libro. Se explica que ninguno haya logrado dar plena satisfacción a las exigencias de la realidad, pues ni siquiera es seguro que las

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