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Nos hallamos más enterados de las literaturas extranjeras que de la propia; convertimos nuestro idioma en algarabía, matizándolo á cada paso con expresiones y giros exóticos, y hasta en el vestir y en el comer se nos imponen los modelos de fuera.

Este mal no es tan general entre nosotros, sin embargo, como en otros países, por ejemplo, la América latina, donde la imitación de lo extranjero ha llegado á absorber casi por completo-con excepciones tan honrosas como la de José Enrique Rodó, el autor de Ariel, ó la de Francisco Soto y Calvo, autor de Nastasio-la vida y el pensamiento nacionales. Gómez Carrillo, por ejemplo, que vive en París y siente y piensa á la francesa, escribe en castellano, como el personaje de la fábula, por casualidad.

Pero América no disfruta, como nosotros, de un pasado literario glorioso, dilatado y potente. Su carácter está en vías de formación, y nada más natural que aprovecharse en tales casos de los elementos extraños. Su extranjerismo es, por consiguiente, mucho más disculpable que el

nuestro.

De ahí de la falta de originalidad-el afán de traducciones y refundiciones que nos aqueja. Hasta lo castizo y genuínamente nacional nos parece demasiado fuerte, y no admitimos á Calderón, ni á Lope, ni á Tirso (jel gran Tirso, que parece un escritor de nuestro tiempo!), ni á Moreto, ni á Rojas Zorrilla, si no nos es presentado con toda etiqueta por un señor á la moderna que por esa mera presentación cobra lo que no ganaron en toda su vida nuestros clásicos.

Hasta se piensa (¡oh abominación jamás vista ni oldal) en hacer representable La Celestina, prostituída ya musicalmente por la vulgaridad inmensa de Felipe Pedrell.

El día más inesperado veremos á Díaz de Mendoza y á la Guerrero representando la Divina Comedia, ó se dispondrá de real orden que un pintor borre la mitad de las figuras del cuadro de Las lanzas, á fin de acomodarlo al gusto del respetable público.

Experimento invencible aversión por la tarea del refundidor. La obra de arte merece respeto, y sólo su autor puede introducir en ella las modificaciones que crea oportunas para perfeccionarla. Lo demás es un sacrilegio, una profanación ridícula: profanación, porque el refundidor, incapaz de crear la obra de arte que retoca, se aprovecha de las plumas ajenas para lucirse, y echa á perder casi siempre el desarrollo de una idea que no ha podido concebir él en su pequeñez; ridícula, porque sólo sirve para mistificar al vulgo, que de esa suerte, ni percibe la obra original en toda su grandeza y verdad, ni la puede atribuir tampoco al refundidor,

Suavizar las soberbias rudezas de Shakespeare, hacer cortes en El anillo del Nibelungo, modernizar á Lope, á Cervantes, á Tirso, á Vélez de Guevara ó á Rojas Zorrilla, es como vestir á César de levita y sombrero de copa, aunque los sastres sean un D. Cándido María Trigueros, un D. Dionisio Solís ó un D. Adelardo López de Ayala.

Por eso, cuando yo veo un escritor de verdadera enjundia y de propio pensar, siquiera sea tabarroso y cansado como Angel Ganivet, ó descuidado é incorrecto como Pedro González y García (1), ó cadavérico como Eduardo Ovejero (2), ó contradictorio como Miguel de Unamuno, ú obscuro como José R. Lomba y Pedraja (3), pongo sus obras sobre mi cabeza, y me lleno de júbilo al pensar que no todo son en España imitaciones del francés, ó traducciones del italiano ó corrugaciones del inglés.

II

Somos hombres de poca fe. Aquellos venerables infolios que hacían las delicias de nuestros antepasados y cuyo peso haría doblegarse á un fornido ganapán, aniquilarían, sólo con su presencia, á más de un modernista que yo conozco. Andamos ya cerca-como diría Nietzsche-del estado apolíneo, y no podemos cargar nosotros, seres alados y casi etéreos, con aquellos pesos que no molestaban á los hombres dionisiacos. Por eso hay muchos que cultivan el cuento, el rasgo, el artículo; pero pocos que pongan su empeño en obras de mayor fuste y transcendencia. Tenemos excelentes cuentistas: José Nogales, Tomás Carretero, Mariano D. Berrueta, F. Navarro y Ledesma, Juan Guillén Sotelo (menos conocido de lo que merece), Francisco Acebal, R. del Valle-Inclán, G. Martínez Sierra, Julio Puyol, Arturo Reyes, Eduardo L. Chavarri, Blanca de los Ríos, Luis de Terán, el Conde de las Navas, Manuel Bueno, están

(1) Véase su original trabajo, Esbozo de una tecnogenia: Valladolid, Montero, 1901. Un folleto de 116 páginas en 8.°

(2) Nuestras costumbres, por el Licenciado Pedro Gotor de Burbáguena: Madrid, 1900. Un tomo de 397 páginas en 4.o (Es uno de los libros más valientes y sinceros que se han publicado en España durante estos últimos años.)

(3) Vida y Arte (Esbozo de psicología literaria): Madrid, 1902. Un tomo de 119 páginas en 8. No es novela, como su autor reconoce; es un hábil y curiosísimo estudio de la virtud imaginativa, única que nos va quedando á los españoles, como el usta al coronel de marras.

ahí para no dejarme mentir. Pero de novelistas andamos peor, mucho peor. Prescindiendo de los ya santificados, como Galdós, Pereda, Palacio Valdés, Pardo Bazán, Valera, Picón y Blasco Ibáñez, de los cuales trataremos en otra ocasión con el detenimiento que merecen, y prescindiendo también de tentativas más ó menos meritorias, veremos destacarse en estos últimos años, entre la turba de escritores nuevos, algunos de los cuales, como Felipe Trigó, Luis de Ansorena, Alfonso Danvila y Arturo Reyes, distan mucho de ser escritores adocenados, dos figuras de verdadero relieve: Luis María López Allué y Pío Baroja.

Sólo tres obras conocemos de López Allué: Capuletos y Montescos (Novela de costumbres aragonesas) (1), Pedro y Juana (Idilio aragonés) (2) y Del Uruel al Moncayo (3); pero bastan estos tres libros para asegurarle una legítima reputación literaria.

López Allué es un escritor regional; las costumbres que describe, los tipos que pinta, muchos de los términos que emplea, pertenecen á la tierra aragonesa, que López Allué tiene puesta sobre las niñas de sus ojos.

No me parece mal (¡qué me ha de parecer!) el afecto á la región, antes bien dipútolo por cosa loable y legítima; pero siempre he creído absurdo calificar de andaluza, gaditana, salmantina ó extremeña, una creación literaria, á la manera que me parecería irracional hablar de una zapatería católica ó de una salchichería protestante. Las pasiones son las mismas en todos tiempos y lugares, y los amores, los odios, las envidias, los placeres del aragonés, no son cosa distinta de los que afectan á los demás hombres.

Y eso las pasiones y su desarrollo es lo que constituye siempre la entraña de la creación poética, no el traje, ni los vocablos, ni los demás accesorios históricos. Las obras que la inmortalidad ha consagrado, no valen ni dejan de valer por el aspecto regional que pueden afectar, sino por ser eco estético de alguna pasión fundamental humana. ¿Quién se acuerda en nuestros días de las diferencias dialectales que separan á Herodoto de Tucídides, á Hipócrates de Aristóteles, á Teócrito de Anacreonte, á Homero de Pindaro? ¿Quién repara hoy en el dialecto de la Divina Comedia ó en el de I Promessi Sposi? ¿Quién, que no sea francés, da valor sustancial al dialecto de Mireio? La gloria del mismo Burns

(1) Uu tomo de 329 páginas en 8.°: Madrid, Fernando Fe, 1900. (2) Un tomito de 61 páginas en 16.o, segunda edición: Madrid, Fe, 1902.

(3) Un tomo en 8.0: Huesca, 1902.

no llegará á ser tan universal como merece, mientras las pasiones regionales que su obra despierta en su patria no desaparezcan por completo. Volviendo á López Allué, he de repetir que sus tres libros me parecen excelentes. Capuletos y Montescos es la narración de uno de esos odios de lugar, que á veces se perpetúan, como santa reliquia, de generación en generación. El título de la novela indica bien á las claras el pensamiento del autor. Pablo y Julia son, respectivamente, un Romeo y una Julieta de tierra aragonesa, aunque preciso es reconocer que tiene más ella de Julieta que el otro de Romeo. Las familias de los novios se oponen al enlace, y Pablo, obedeciendo tranquilamente los mandatos paternos, se resuelve á abandonar á Julia y á casarse con otra mujer, menos ideal, pero más á propósito para las faenas domésticas, mientras Julia, consumida de tristeza, muere al lado de su madre en histórico caserón.

La obra está muy bien escrita (1) y admirablemente sentida. Hay descripciones hechas de mano maestra, como la de la rogativa (cap. XXIII) y la de la boda (cap. XXVII), y el libro deja la impresión de un trabajo hecho á conciencia.

Quizá peque por exceso de pormenores, por sobra de descripciones y por alguna falta de movilidad en la acción, que transcurre con demasiada lentitud; pero todo lo compensa la belleza y el interés del relato y el relieve de los caracteres.

Ni por asomo se observa esa lentitud en el bellísimo idilio Pedro y Juana, que no vacilamos en calificar de una de las más lindas novelas cortas que registra la literatura castellana. Sólo alguna de Juan Ochoa ó de Pedro A. de Alarcón es comparable con este delicioso idilio. Es algo así como la historia de La fierecilla domada. Juana, la fierecilla, es una hermosa muchacha, demasiado mimada por los suyos, arisca, independiente y desdeñosa. Dos pretendientes aspiran á su mano: uno de ellos, Andrés, mozo fachendoso y de rumbo, habilísimo en tañer la vihuela, tirar á la barra y bailar la jota; otro, Pedro, más modesto, tímido y encogido, pero de una voluntad de hierro y de un amor inquebrantable al trabajo. Juana se inclina al Andrés; pero no por eso ceja Pedro en su demanda, antes bien, se las arregla de modo que se capta las simpatías de los tutores de Juana y obtiene su mano contra la propia voluntad de la joven. A pesar del matrimonio, Juana huye de su marido, y la habilidad de éste consiste en permanecer tranquilo é indiferen

(1) Salvo alguno que otro desliz sin consecuencias, como el sino que también de la pág. 290.

te, viviendo con su mujer como con una hermana, hasta que ella se penetra del inmenso amor que la tiene y de la diferencia capital que existe entre el valiente, laborioso y honrado Pedro y el cobarde y haragán Andrés. Entonces, la misma Juana, una noche en que lo opuesto de los sentimientos y la lucha de las pasiones habían levantado en su corazón una deshecha tormenta, va en busca de su marido y cae por fin rendida en sus brazos.

El relato está hecho de mano maestra. Véase, por ejemplo, este trozo, en que se describe una de las primeras ocasiones en que Juana, cuyo desvío empezaba á sentirse quebrantado por la serena entereza de Pedro, se decide á mostrar alguna deferencia á su marido y le lleva la comida al campo:

Llegó Juana sudorosa y jadeante. Sentáronse los dos á la sombra de un cajigo, y, tendida en el suelo la servilleta, y sobre la servilleta los platos, los colmó ella del humeante condumio, y ambos empezaron á comer y á charlar, entre cucharada y cucharada, sobre el día, que había a nanecido espléndido, y sobre el estado de los campos, que era inmejorable. «A no ser-dijo Pedro-que cualquier mañanica nos envíe el Moncayo una mala alentada.»

Aunque sin olvidar sus penas, que como gusano roedor escarabajeaban incesantemente en su conciencia, sentíase Juana más alegre y comunicativa que nunca. Parecíale respirar allí con más desahogo que en su casa, y sus ojos no se saciaban de contemplar aquella inmensa bóveda celeste, transparente y azul, donde el sol parecía inflamarse con reverberaciones de incendio, los picachos de los vecinos montes manchados de rojizas estrías, y las vides que, coronadas por los primeros pámpanos de un verde purísimo, semejaban hilos de esmeraldas, tendidos al pie de las ingentes sierras. Llegaba hasta sus oídos, formando extraña y confusa melopea, el rumor que subía desde el profundo cauce del río, el apagado eco de los badajos que tocaban al Angelus, y la incesante música de los pájaros revoloteando en las copas de los almendros y de los olivos. Sus nervios, como la naturaleza, se estremecían bajo aquella inundación de luz y de colores; su sangre, como la savia de la vegetación que la rodeaba, aceleraba su curso con latidos violentos en las arterias, y en su alma parecía repercutir aquel himno majestuoso y solemne á la juventud y á la vida. Con el rostro encendido, entreabierta la boca, incitante y caído el belfo, miraba en todas direcciones impaciente y febril, como si anhelase confundir su espíritu con voluptuoso abrazo en aquel oreo cálido y embriagador, en aquel desperezo misterioso y fecundante de la naturaleza,

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